Cumpleaños
Desde mis primeros recuerdos, cada cumpleaños ha sido una pincelada en el cuadro de mi vida, cada uno añadiendo su color y textura gracias al esfuerzo de mi familia. Mi mamá, con su devoción por el orden, pintaba estructura y previsión; mi padre, con su mirada llena de ternura, añadía tonos de seguridad y afecto; mi tía, con su creatividad, añadía pinceladas de fantasía; y mi abuela, con sus increíbles regalos, trazaba líneas de sorpresa y alegría. Los chistes de mi abuelo añadían toques de humor y ligereza, y el amor, el amor era el fondo del cuadro, unificando todo.
A medida que crecía, comencé a influir activamente en la organización de estos días especiales, convirtiendo los cumpleaños en celebraciones de la vida, más allá de marcar simplemente el paso del tiempo. La elección de la ropa que me iba a poner, el diseño de la torta, los sabores! y hasta las tarjetas de invitación se convertían en decisiones cargadas de expectativa y emoción. Pasaba horas inmersa en los detalles.
Junto a mis padres, la búsqueda de un salón para celebrar se convertía en una aventura de amor y cuidado. Cada detalle meticulosamente planeado y ejecutado. La decoración de las paredes, los carteles de «Feliz Cumpleaños», las guirnaldas, los manteles sobre las mesas, todo se colocaba con cuidado y amor. Los platitos, vasitos, servilletas, y todo lo necesario hacían de cada cumpleaños una obra de arte, un reflejo del cariño, dedicación y esfuerzo de mis padres.
El día de mi cumpleaños siempre estaba impregnado de una magia especial. Sin la existencia de móviles, cada saludo era un encuentro personal, cada sonrisa y abrazo, un regalo. Me vestía con mi mejor ropa, sintiéndome la protagonista de mi propia historia, rodeada de amor y atención. Era un día en el que el cariño de los demás se hacía más tangible, más brillante.
Los cumpleaños fueron perdiendo su esencia infantil, injustamente ya no cabían los peloteros, y los juegos se transformaron en charlas. La fiesta ya no requería alquiler de salón, ni se necesitaba tanta organización, ahora era algo más íntimo, y pequeño.
Y entonces llegaron los años universitarios, con los cumpleaños celebrados en mi departamento con música, bebidas, tortas y baile, siempre baile. Alguna que otra vez, en algún bar o boliche.
A medida que las páginas de mi calendario se iban dando vuelta, la naturaleza de mis cumpleaños seguía cambiando. Los días de celebración en el trabajo se convirtieron en una nueva normalidad, y las reuniones en boliches dieron paso a cenas en restaurantes. Mis padres cruzaban distancias para estar conmigo, convirtiendo cada encuentro en un tesoro de afecto y familiaridad.
La llegada de la pandemia transformó el mundo y, con él, mis cumpleaños también. De repente, la vida se redujo a las paredes de mi hogar, compartida con mi novio, casi marido. Los cumpleaños se convirtieron en momentos de quietud y reflexión, marcados por tortas hechas con amor, velitas que guardaban deseos susurrados, y el calor de videollamadas que traspasaban las barreras de la distancia. Este aislamiento, una réplica de la soledad sentida al emigrar, me enseñó a valorar las conexiones.
Y ahora, acercándonos al presente, en un país diferente, donde ya no se canta el
“feliz cumpleaños”, sino que se canta el “cumpleaños feliz”. Un cambio sutil en la melodía, pero uno que resuena con la novedad de esta nueva vida. Ahora que ya se puede hacer una fiesta pero no hay con quien. Este nuevo lugar, con sus desafíos, hace que la creación de vínculos profundos sea una travesía más compleja, un camino donde cada amistad se siente como un tesoro descubierto.
A pesar de estas dificultades, poco a poco he empezado a encontrar personas que, aunque recién llegadas a mi vida, ya ocupan un lugar especial en mi corazón, con quienes me gusta compartir y lo más importante creo yo, personas que conscientemente elijo y quiero que estén en mi vida. Cada encuentro trae consigo la promesa de nuevas historias, risas compartidas y apoyos inesperados, todo en un entorno de valiente vulnerabilidad y apertura.
Mi primer año en esta tierra extranjera lo pasé únicamente con Agus, mi amado marido, en una celebración íntima. Pero para mi sorpresa, este año, en mi cumpleaños número 32, la celebración se expandió. Cuatro amigos, Agus, y mi preciado Ozzi festejaron conmigo, abriendo un nuevo capítulo en el libro de mi vida. Fue un momento que simbolizó el inicio de algo nuevo, una señal de que incluso en los rincones más inesperados, la felicidad y la compañía pueden florecer.
Y, como una anécdota especial, este cumpleaños me brindó un regalo que nunca pensé que volvería a experimentar. En mi nueva aventura universitaria, en un aula llena de compañeros, 60 personas me cantaron el «Cumpleaños Feliz». En ese momento, sentí una mezcla de pequeños nervios y una pizca de vergüenza, una sensación que me llevó de vuelta a la inocencia de mi niñez. Fue un recordatorio hermoso y sincero de que, sin importar la edad o el lugar, hay momentos que pueden tocarnos profundamente, conectándonos con nuestra esencia más pura y recordándonos la alegría de la vida.